Mis ojos contemplaron la viva imagen de la belleza de Sagitario. En un atardecer, que en mi memoria aún guardo, como un recuerdo vívido del ayer. Contemplé la viva imagen de una mujer, no de una mujer cualquiera. Sino la de una sagitario.

Dícese ser el noveno signo del zodiaco. Los Dioses me dieron la ocasión de poder verla en aquella pradera, arqueando su arco, en su forma de centauro. Mitad humana, mitad animal. Poderosa y radiante, llena de sabiduría e impulsiva por naturaleza. Motivada por sus ansias de libertad e independencia.

Vi cómo arqueaba el lomo con elegancia y con pisadas seguras, se despedía del día para dar comienzo a uno nuevo,  lleno de aventuras a su alcance. Movida por la adrenalina de la aventura, del riesgo y de nuevas experiencias por vivir.

Absorto en mis pensamientos y embelesado ante tal belleza, supe en ese instante que mi imprudencia al acercarme demasiado sería peligrosa, pero también, tal vez, la única vez en mi vida que se me presentaría ante mis ojos. Recordando en esos instantes, que era un símbolo de fuego.

Mi abuela, que en paz descanse, creía en las cartas astrales. Una vez la oí escuchar que todos los signos tenían su carta astral. Que si en una ocasión se me representaba ante mi vista, uno de ellos, sería afortunado. Recuerdo que de sus largas charlas Sagitario, en la mitología de los Dioses, estaba regido por Júpiter.

Lo que no me dijeron nunca es cómo actuar cuando me encontrase con un signo de ellos, en este caso, la mujer sagitario. Seguí mi instinto, a sabiendas de que no poseía mas mas armas que las mías; en este caso ninguna.

Tampoco era mi intención herir a nadie, ni mucho menos enfrentarme a ella. Temía que me viera y que con su arco me disparara con alguna de sus flechas o que me viera y saliera huyendo. Su belleza era fascinante, con su lacia melena que le llegaba hasta la cintura.

Pero nada de lo que temía me ocurrió. Ella me descubrió, sin darme tiempo a esconderme, ni reaccionar. Sus ojos se clavaron en los míos. Al principio me apuntó con el arco, pero al verme, lo desvió. Su mirada seguía posada en mí, como si me estuviera hechizando.

Tras varios fragmentos de segundos, que para mi fueron eternos, dio media vuelta, alzando sus patas y el arco en dirección al cielo y se marchó, primero a pasos ligeros, luego echó a cabalgar hacia la libertad de la que estaba dotada.

A día de hoy aún la recuerdo. Dejo impregnado en mi ser una parte de ella. Me pregunto si algún día volveré a encontrarla o si tal vez, tuviera suerte aquel día en que nuestros ojos se encontraron…

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