En un mundo de tinieblas se transformo mi vida. Al cumplir un año de nuestra relación, quedé embarazada. Sabía de antemano que nadie de mi familia aceptaría el hecho que me había sucedido. Tenia el apoyo de mi pareja que estaba de mi lado, íbamos a tener un hijo, un hijo que se estaba desarrollando en mi vientre día a día. Era un hijo que había venido por sorpresa, sin esperarlo, pero como hijo que iba a ser, se le ama, eso es evidente. Se acepta.

Yo estaba en épocas de exámenes, terminando la carrera. Me quedaron dos asignaturas que luego, mas adelante, aprobé. Nunca agaché la cabeza, vergüenza, ninguna.

Pasaba por un estrés, cansancio y debilidad, que todo el mundo se me vino encima. Luego por parte de mi madre, que cada día me daba la guerra, diciendo que era la oveja negra de la familia, la desgracia y la vergüenza de todo aquel que sabía de mi situación.

Luché para que todo fuera bien, luche contra mi madre, luche contra los estudios, luche para que mi hijo o hija naciera. Siempre con la cabeza bien alta, superando cada obstáculo que encontrara por el camino. Pero una mañana al despertar, ya habiendo pasado los dos primeros meses de embarazo, me desperté a la misma hora de siempre, pero húmeda, mojada. Algo en mi se esfumaba. Perdí a mi hijo, al que hubiera sido mi hijo.

Una fina línea se curvó hacía arriba, en las comisuras de mi madre. Quien vi sonreír ligeramente. A día de hoy, los años han pasado y dos hijas he llegado a tener. Nunca perdoné a mi madre por cómo reacciono ni el daño de sus palabras que me produjeron. Tampoco he olvidado al que podría haber sido mi primer hijo. No porque no pueda olvidar lo que sucedió, sino porque no quiero olvidarlo.

Aprendí una sabia aunque dura lección en la vida. Pero de lo malo también se aprende y desde ese momento supe que nunca en la vida pasarían mis hijas lo que tuve que pasar yo. La vergüenza no existe, solo te la hacen crear. Quién te hace crear vergüenza, no piensa en ti en esos momentos, al menos no con el corazón.

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